Introducción
Hace poco, ver una película implicaba salir de casa, buscar silla cómoda, pagar la entrada y esperar a que se apagara la luz. Hoy basta con encender la tele o el teléfono y darle play. Ese gesto tan sencillo cambió la forma en que consumimos cine, cómo se financian las películas y hasta qué historias terminan llegando al público. No todo es blanco o negro: el streaming abrió puertas y, al mismo tiempo, movió los muebles de una industria entera.
1.- Nuevos hábitos: del ritual a la inmediatez
Ir al cine era un ritual: cola, pochoclo caliente, murmullos, la pantalla gigante. Eso todavía existe, pero ahora convive con maratones en el sofá y estrenos a medianoche en pijama. La ventaja es obvia: más comodidad y acceso. El problema es que la experiencia colectiva se diluye. Ver una película en casa puede ser íntimo, pero no sustituye del todo esa vibración colectiva cuando una sala entera contiene la respiración.
2.- Más visibilidad para obras que antes no encontraban espacio
Por otro lado, el streaming permitió que películas pequeñas o de géneros poco comerciales lleguen a audiencias globales. Directores que antes peinaban festivales locales ahora ven su obra traducida y comentada en otros idiomas. Eso impulsa diversidad: historias de comunidades pequeñas, experimentos formales y cine de autor encuentran espectadores que las salas comerciales nunca hubieran dado.
3.- Presión sobre la industria tradicional y la economía del cine
Los cines y los grandes estudios tuvieron que adaptarse. Las ventanas de estreno se acortaron, a veces estrenando simultáneamente en salas y online, y las distribuidoras rehicieron cálculos sobre presupuesto y promoción. La pandemia aceleró todo esto: muchas salas cerraron temporalmente y algunas no volvieron a abrir. Los exhibidores responden con salas premium, eventos especiales o ciclos de reestreno, intentando recordar por qué vale la pena salir de casa.
4.- Cambios en la forma de contar historias
El formato también condiciona la narrativa. En plataformas, hay interés por contenidos que atrapen rápido y mantengan la retención: pilotos fuertes, cliffhangers, temporadas que enganchen. Eso ha impulsado series de gran calidad, por supuesto, pero en cine existe el riesgo de priorizar la inmediatez sobre la pausa contemplativa. Hay películas que necesitan respirar y no están pensadas para “scrollear”.
5.- Exceso de oferta y la fatiga de elección
Hay un problema real: demasiadas opciones. Con tantas plataformas y títulos, uno pasa más tiempo eligiendo que viendo. El fenómeno del “scroll infinito” hace que las obras compitan por segundos de atención. Para el espectador esto resulta agotador; para los creadores, un desafío: cómo destacar sin convertirse en ruido publicitario.
6.- ¿Qué gana y qué pierde la cultura cinematográfica?
Gana pluralidad de voces, acceso y nuevas economías para creadores; pierde, en ciertos casos, la centralidad de la sala como espacio público de experiencia cinematográfica. Pero tampoco es una pérdida total: surgen hibridaciones interesantes, eventos en vivo, ciclos curados por festivales que combinan pantalla grande y distribución online. Al final, se trata de ampliar el campo sin olvidar las razones por las que el cine fue siempre algo colectivo.
Conclusión
El cine no desaparece porque exista streaming; se transforma. Si queremos preservar la riqueza del séptimo arte, toca pensar en políticas, en modelos de distribución que apoyen la diversidad y en maneras de recuperar lo comunitario sin renunciar a la libertad que da la pantalla en casa. Piénsalo la próxima vez que apagues la luz de tu sala y mires la oferta: salir al cine sigue siendo una experiencia distinta, y entender por qué vale la pena cuidarla es parte de mantener viva la cultura cinematográfica.






