El cerebro humano no crece en línea recta, sino que parece pasar por fases definidas a lo largo de la vida. Un estudio reciente de la Universidad de Cambridge, que analizó resonancias cerebrales de personas de entre 0 y 90 años, sugiere que hay cinco momentos claves en esa evolución. Estos saltos suelen ocurrir cerca de los 9, 32, 66 y 83 años y en cada uno se producen transformaciones en la forma en que las neuronas se conectan internamente.

Desde los primeros días hasta cerca de los nueve años, el cerebro funciona a gran velocidad, crea neuronas, derrama conexiones nuevas, forma sinapsis de sobra, muchas más de las necesarias. Luego, poco a poco, entra en una especie de filtro natural: sobreviven solo las conexiones que se usan, las demás desaparecen. Ese proceso ayuda a que el cerebro se especialice. Es como si durante los primeros años probara distintas rutas y luego escogiera las que sirven realmente.
Cuando el niño llega a los nueve años, ocurre un cambio importante. Ya no se trata solo de crecer, sino de reorganizar. El cerebro ajusta su forma de trabajar. Esto coincide con etapas de desarrollo emocional y cognitivo, en las que la sensibilidad puede aumentar, y en algunos casos aparecen riesgos de salud mental. No significa que algo malo deba pasar, pero es un punto de inestabilidad natural, muchas habilidades están en formación, y hay una especie de balance nuevo que se está configurando.

A partir de ahí y hasta cerca de los 32 años, el cerebro entra en otro ritmo. Las conexiones maduran, se optimiza la comunicación interna. Se afinan redes, las que permiten razonar, planear, conectar ideas, recordar. Es un tiempo de consolidación. Los datos del estudio indican que hacia los treinta años muchas personas alcanzan su mejor nivel cognitivo, equilibrio entre rapidez, memoria, concentración. No siempre es visible desde afuera, pero a nivel biológico el cerebro logra un óptimo rendimiento.

Después, entre los 32 y los 66 años, llega una etapa de estabilidad prolongada. El cerebro ya tiene una estructura definida. No hay cambios bruscos, sino un mantenimiento suave. Las habilidades se conservan, el aprendizaje sigue posible, pero la plasticidad ya no es la misma. Es un tramo de madurez, donde más pesa la experiencia que la exuberancia juvenil.
Aunque esta fase estable suele considerarse la más predecible, también es un periodo en el que influyen con fuerza los hábitos de vida. La actividad física, el descanso adecuado, la alimentación equilibrada y el contacto social frecuente pueden sostener por más tiempo las funciones cognitivas. Estudios complementarios en neurociencia señalan que, incluso sin grandes cambios en la estructura cerebral, la práctica constante de tareas que requieren atención, memoria o razonamiento contribuye a mantener la agilidad mental. Por eso, durante estos años es común que las personas consoliden habilidades profesionales o desarrollen nuevas áreas de interés, aprovechando la combinación entre madurez biológica y experiencia acumulada.

Alrededor de los 66 años empiezan a aparecer transformaciones ligadas al envejecimiento. La materia blanca, que sostiene las conexiones neuronales, empieza a deteriorarse con más claridad. Eso puede hacer que algunas funciones se ralenticen: tal vez memorias puntuales no sean tan ágiles, quizá aprender cosas nuevas cueste más. Pero también depende del estilo de vida: nutrición, salud, actividad mental. No todos envejecen igual, y ese desgaste puede variar bastante de persona a persona.
Finalmente, hacia los 83 años se detecta un patrón distinto, el cerebro deja de operar como un sistema compacto. En lugar de muchas conexiones entre diversas zonas, ahora el trabajo puede recaer en circuitos más pequeños, con menor comunicación global. Las funciones siguen, pero cambian, lo que antes dependía de redes amplias se apoya en zonas específicas, lo que puede alterar la rapidez o la forma de procesar información. En muchos casos no significa pérdida total, sino adaptación. El cerebro ya no es el de antes, pero sigue funcionando con lo que tiene.

En definitiva, este estudio rompe con la idea de que el cerebro cambia de forma constante y uniforme. Nos muestra que hay etapas, con sus alzas y bajadas, con su estabilidad y su desgaste. Saber esto ayuda a entender por qué en distintos momentos de la vida nos sentimos diferentes, aprendemos distinto, recordamos de otras maneras. También nos enseña que en cada fase conviene cuidar nuestra salud cerebral, aprovechar los años de estabilidad, pero prepararse para los cambios que vienen.






